El anorak de Picasso

 José Antonio Garriga Vela

Capítulo 1

 

Candaya, 2010


Nunca he pertenecido a esa clase de personas que piensan que ciertos lugares quedan impregnados de la energía de quienes los habitaron. Incluso hoy, cuando la propia experiencia me ha demostrado lo contrario, sigo sin creer en las casas encantadas. Sin embargo nací y estuve viviendo durante cerca de veinte años en una de ellas. Me refiero al piso bajo primera de calle Muntaner 38. No descubrí su magia entonces sino bastantes años más tarde. Tampoco creo que mi manera de ser la haya heredado del famoso artista que ocupó mi cuarto antes de que yo naciera, aunque me agradaría que así fuese. Pero he de confesar que al descubrir lo que había sucedido entre aquellas paredes, los personajes que por allí pasaron y las profundas afinidades que me unían al antiguo inquilino, no tuve más remedio que ceder a la evidencia de que el espíritu de ciertas personas permanece en determinados lugares, como he constatado con la presencia de Santiago Rusiñol en la casa de Muntaner.

No sabría nada de lo que digo si no fuera porque cuando publiqué Muntaner, 38, en noviembre de 1996, el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas hizo una crítica del libro en la que acababa planteando la siguiente pregunta al autor de la novela: “¿Sabe que en Muntaner 38 precisamente fue donde Santiago Rusiñol fundó el Cau Ferrat?”. Enseguida me puse en contacto con Vila-Matas que me remitió al libro de Josep Pla. No fue fácil conseguir el volumen en el que Pla cuenta la vida del poeta y pintor Santiago Rusiñol y la historia sentimental del Cau Ferrat.

La mayoría de la gente creía que Rusiñol era un hombre que se pasaba el tiempo bromeando, escribiendo y pintando jardines para venderlos en la Sala Parés de calle Petritxol. Después de estudiar profundamente tanto su vida como su obra, Josep Pla llegó a la conclusión de que la imagen popular que se tenía de Rusiñol no coincidía del todo con la realidad. Al profundizar en su conducta, Pla descubrió un Rusiñol más complejo e irónico, aunque no tan bromista. Más sarcástico que alegre. Un trabajador infatigable. Un artista solitario e insatisfecho que todo lo que hizo en este mundo fue para intentar distraer el tedio de la vida.

Un gran amigo suyo, José María Sert, afirmaba que Rusiñol sólo estaba contento cuando se sentía triste. Tal actitud no respondía a ningún comportamiento extraño. Pla afirmaba que Rusiñol era un romántico, pero no en el sentido que le dan los enamorados sino que él fue un romántico desde el punto de vista de la historia de la cultura. No un romántico diabólico, orgulloso y temerario, sino un romántico considerado y pasivo. El temperamento romántico implica dar más importancia al sentimiento que a la inteligencia y al instinto que a la prudencia. El romántico vive en un mundo construido a la medida de sus sueños y tiene un disgusto permanente con el mundo real, porque las cosas no suelen adaptarse a sus deseos. Rusiñol sufrió sin que la gente lo supiera y por eso estaba tan triste. Me gusta pensar que fue él quien me contagió el virus de la tristeza y que también heredé su forma de ser. Me reconforta imaginar que su presencia permanecía en el piso de Muntaner setenta años después de haberlo abandonado. Quizás por eso escribí “Contento de estar infeliz” cuando apenas lo conocía, un cuento donde el protagonista pronuncia una frase que podría haber escrito Santiago Rusiñol: “Delante de quien adoras es un placer estar triste”.

Leía el libro de Josep Pla y rememoraba los años que había pasado con mi familia en el piso bajo de calle Muntaner. Desde el balcón veía el silencio de la lluvia. El silencio de los tranvías y de los cascos de los caballos que galopaban tras la muchedumbre en el mes de mayo de 1968. Una película muda tras los cristales empañados. También desde allí, Rusiñol miraba pasar la vida como si fuera una ruidosa y vieja tartana. A veces imagino que estamos juntos los dos, Rusiñol y yo, quietos y callados como dos viejos fantasmas, asomados al balcón que se eleva a un metro escaso de la calle, mirando el pasado bajar al galope por calle Muntaner.

Me estremecí al traspasar la puerta del libro de Pla y encontrarme en mi casa con los amigos de Rusiñol. Los artistas más relevantes de aquella época habían estado en la misma cocina en la que mi madre guisaba. Mi dormitorio había cobijado sus sueños. El taller cubierto de claraboyas, donde estaban la mesa de sastre y las máquinas de coser de mi padre, había acogido las esculturas de Enrique Clarasó y los hierros de Santiago Rusiñol. Allí se pudo escuchar la divina voz de Eleonora Duse. Ella había recorrido el mismo pasillo que años después atravesarían a diario las empleadas de mi padre. Las doce maquinistas que apretaban con sus pies el pedal de la Singer mientras soñaban que huían a paraísos lejanos. El piso donde nací guardaba en secreto los pensamientos, los sueños y las palabras de esos artistas memorables. Yo abría la puerta de mi casa en el libro de Josep Pla y me topaba con todos ellos, que no habían muerto.

El piso de Muntaner no fue sólo el espacio físico en el que se formó el embrión de uno de los movimientos culturales más importantes de Cataluña sino que aquella casa encantada también estuvo marcada por otras circunstancias que sucedieron con posterioridad y que habrían de resultar decisivas para la vida y la historia de la ciudad. Una casa marcada a la vez por el arte y la violencia; el modernismo y la guerra. Hace apenas un año se restauró la fachada tras casi un siglo de abandono. Hubo un tiempo en el que llegué a creer que Muntaner 38 era un edificio fantasma. Un lugar que no existía salvo en la memoria de los muertos y en la ficción de quienes lo habíamos habitado. Sin embargo, delante del balcón fusilaban a los prisioneros durante la guerra y allí asesinaron a los hermanos Badía.