JFK

Sergio Galarza

(Candaya, 2012 - fragmento)


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Hill Street Blues es Hill Street Blues para mí, no me importa que para el resto sea ese otro título que no está mal, teniendo en cuenta lo malas que son las traducciones en España. Me encantaba aquella serie, poseía un aire melancólico que me dejaba pensando hasta el capítulo siguiente sobre el destino de los personajes. No los imaginaba como parte de mi familia o como mis amigos, se encontraban en un punto intermedio que no sabría definir. Quizás habría que inventar una palabra para acoger a todos los personajes de la televisión que despiertan nuestro afecto. Habría que inventar tantas palabras para todas aquellas sensaciones que revolotean en mi estómago. La serie sucedía en Los Ángeles, ciudad que visité después de la muerte de El Chico de la Moto. Recorrí muchas ciudades y pueblos con nombres graciosos, tan desconocidos como la monotonía destructiva de sus habitantes, la que todos creemos que es el guión de una película indie. Si tuviera que elegir entre el guión de una película yanqui y una polaca para mi vida, ¿cuál elegiría? Tendría que pensarlo muy bien, no me gustaría ofender a mi madre eligiendo el de la película yanqui. Pero tampoco sé para qué me tomaría tantas molestias si al final la película no duraría ni una semana en cartelera. ¿Llegaría a grabarse siquiera?

No recuerdo un capítulo de Hill Street Blues en el cual hubiera sol en Los Ángeles. ¿Grababan solo en días oscuros?

No he vuelto a ver la serie, así como tampoco volvería a ver Baretta ni Kojak, series que me encantaban. Hay lugares que prefiero no visitar, elijo la incógnita perpetua en favor del recuerdo amable. Cuando se estrenaron fueron consideradas series tan modernas que hasta un crítico se animó a decir que el futuro nunca llegaría mientras las siguieran poniendo. A mí me parece que siempre fueron antiguas. Lo antiguo representa para la mayoría de la gente un lugar seguro, es el pasado que transformamos en una versión agradable. La estética de aquellas series es hoy el último grito de la moda. Los sesenta, los setenta y los ochenta son el pasado perfecto. Vaya mierda, ¿por qué pienso que el pasado fue mejor si cada día odio más mi vida?
 

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Las cosas que más quisiera olvidar son las mismas que gobiernan mis recuerdos. Desearía tener una máquina para borrar la memoria, como la de esa película de espías cuyo título se me escapa cada vez que pienso en ella. No comprendo cómo hay cosas en mi cabeza que nunca puedo sacar de ahí. Si intento decirlas sucumbo a la desesperación porque se quedan en la punta de la lengua. Siempre me digo que debería llevar un cuaderno de apuntes para evitar esa frustración. Hay sueños que trato de recordar pero que se desvanecen en cada intento. ¿Por qué no compro un cuaderno de una puta vez? Lo único que recuerdo con claridad de la película de espías es la escena final, la vi en casa, mi madre no me hubiera llevado al cine para ver una historia así. El personaje corre agobiado por las calles de una ciudad gris, posee información muy importante y lo están persiguiendo. Sabe que la información podría ser útil en buenas manos, pero ya ha sufrido bastante protegiéndola. Llega hasta una habitación, cerca de un cruce de carreteras, donde está la máquina que borra la memoria y piensa angustiado sobre su decisión. Si se conecta a la máquina no solo eliminará esa información peligrosa de su cabeza, también desaparecerán todos su recuerdos y ni siquiera sabrá su nombre. El personaje tiene una familia a la que ama. La máquina es de color negro y parece un equipo de música prehistórico. Los enemigos lo torturarán para que confiese todo lo que sabe y después lo matarán. Su destino es inevitable. Se conecta unos cables a los brazos y se pone unos cascos enormes. Luego pone una cinta en blanco en la máquina y aprieta rec. Lo siguiente que se ve es al hombre salir de la habitación y caminar por una carretera.