La interpretación de un libro

Juan José Becerra

(fragmento)


Pero por alguna razón el libro fue un fracaso. Las revistas de literatura no lo reseñaron, ni siquiera refirieron su existencia, y pronto terminó apilado en las mesas de saldos que Mastandrea controla, sin que surjan novedades, cada día de cada semana. En algún momento de su recorrido en tren, el novelista emerge del subsuelo y patrulla las librerías de ofertas de la Avenida Corrientes con una modalidad similar a la que utiliza como pasajero del ramal D: de punta a punta, de ida y de vuelta, del margen izquierdo y del derecho, y varias veces. Es un desplazamiento que obedece a la táctica del rastrillaje, un tipo de movimiento que comienza la exploración y la termina completamente pero que en su recorrido pierde los detalles más profundos que desea extraer, siempre borrados por el exceso de atención. Porque si bien por un lado el viaje por las mesas en las que se apoyan los saldos de Una eternidad cumple con el propósito de controlar la cantidad de ejemplares que se arrumban en cada librería (el hecho mínimo, meramente geográfico, de que cada tanto la mesa de ofertas se mude del frente al fondo de los comercios le hace sentir a Mastandrea que sus libros se mueven), por el otro le impide detenerse en un punto fijo para poder ver en él todo lo que sucede ya no para saber si solamente el libro se vende o no se vende (no se vende nunca, y Mastandrea aprovecha el desinterés de los lectores para reforzar su perfil vanguardista con un chiste con el que últimamente se ha vuelto un poco pesado: “mis libros no se compran porque no se venden”), sino para descubrir si hacen consultas sobre él, si lo aluden aunque sea de un modo equivocado o si los lectores que no lo compran, es decir todos, se deciden al menos a tocarlo.

Pasan los días y Mariano Mastandrea entra en un vacío vital: no sabe para qué escribe, no sabe para qué vive. Vivir y escribir han sido las actividades que se fundían en él como una sola cosa, pero ya no son dos, ni una. Si no escribe no vive, y decide no escribir más; ocupa todo su tiempo en contemplar la pantalla de su televisor recalentado, encendido a sol y a sombra, por la que desfilan siempre los mismos personajes, la misma rutina de violencia, las formas de siempre que apenas atraen su atención pero, sin embargo, atan con un hilo invisible su conciencia decadente a una realidad que prefiere percibir sin salir a la calle.

Una noche el televisor comienza a echar humo por las rejillas del dorso. Hace cinco días que está encendido y cinco días que Mastandrea permanece frente a él (el cuerpo del novelista no olvida que la primera frase de su última novela surgió de esa pantalla de la que espera, aunque sea por última vez, una llamada de la literatura), pero ahora se está derritiendo; los puntos de plomo que le dan relieve a los circuitos integrados han comenzado a hervir, y de los transformadores de energía se evaporan los barnices protectores en pequeñas nubes tóxicas (en sus colores cambiantes flota la realidad de su veneno), y los plásticos de la carcasa comienzan a revirarse, a inflarse en pompas y a contraerse en un show muy desagradable de cremación. El episodio resume el estado crítico de Mastandrea en tres hechos negativos, todos ellos consumados y, por el momento, irreversibles: no escribe, no vive, y no ve televisión. Su vocación y su menú de distracciones se derriten con los plásticos. Desenchufa el aparato, lo guarda en una caja y sale con él hacia una casa de reparaciones (y contrabando) de artículos electrónicos, una tapera de vidrios polarizados escondida en los sótanos del Obelisco, por donde Mastandrea ha pasado muchas veces en busca de algún lector de su novela.