Barrio 9 de diciembre de 2019 – Posted in: Reseña
Jesús García Cívico reseña ‘La última vez que fue ayer’, de Agustín Márquez (Candaya, 2019), en Revista de letras:
La primera vez que vi una televisión en color fue en casa de una vecina de mi abuela. Aquella tarde, la señora P. había dispuesto varias filas de sillas para que los niños de la finca pudiéramos ver los dibujos en color. Como ejemplo de una obsesión inconsciente y profunda relativa a la salida de una suerte de blanco y negro vital, recuerdo también los pollitos de colores que mi abuela nos compraba a mis primos y a mí en el cruel mercado de Ruzafa, recuerdo que la hija de la carnicera se quedó embarazada con trece años y un día dejó de despachar. Embarazada de Q., según dijeron. Recuerdo que mi abuela tenía un gallinero en la esquina de una terraza que daba a un solar y a un cine de reestreno: el Lido. Recuerdo cada uno de los programas triples que pusieron. Recuerdo que en el barrio me llamaban Gigi, o mejor, el Gigi y que gritaban mi nombre por el balcón para que fuera a cenar. Mis tíos trabajaban en un taller de chapa y pintura, justo debajo del balcón de mi abuela, mi tía en una droguería casi en la esquina, los vecinos de arriba enviaban a su hijo con nosotros cuando se emborrachaban, se pegaban (por ese orden) hasta que cesaban los gritos del deslunado. No olvido, no puedo, no me resulta posible olvidar, lo que sentíamos al devolverle de la mano a aquella casa, recuerdo que en la pequeña panadería me solía encontrar con Don E., un profesor de los Salesianos que solía golpearnos en el cráneo con una campanilla de metal. Un día, de camino al colegio, escuchamos un sonido fuerte y seco: era el cuerpo de la portera que el día anterior nos había regañado. Cuando su familia trató de despegar su cuerpo de la gravilla algunos chicos se rieron. Nunca había visto un muerto hasta ese día. Luego vi el cuerpo de mi abuelo: lo llevaban entre varios de mis tíos, aún no se habían quitado del hombro las escopetas. Eso era un barrio, un tejido denso de relaciones, identidad, anhelos y brutalidad del tipo del que el joven escritor Agustín Márquez (Madrid, 1979) ha sabido describir en La última vez que fue ayer (Candaya, 2018).
Estructurada a partir de dos episodios temporales (finales de los ochenta/ principios de los noventa), la acertadísima novelita de Márquez me parece, básicamente (y no es poco) una emotiva descripción de las temperaturas y de los estados de ánimo que habrían de darse en la coincidencia psíquica, moral y material de dos tipos de crecimiento muy distintos: la pubertad-adolescencia (un lapso interno entre la patria eterna de la infancia —Rilke—, el crecimiento imparable y confuso o las imprecisas promesas del yo-para-con-uno) y el otro crecimiento, el exterior: cierto boom económico, el bling bling de los préstamos personales, el ensueño de una bonanza entrelazado sutilmente en la densa tela simbólica, ficcional y familiar del Un, dos tres… la luz verde, “el futuro orgiástico que año tras año retrocede ante nosotros” y los incontestables (no tan optimistas) datos de la movilidad social vertical.
De ser así, La última vez que fue ayer no trataría tanto, según lo veo, de las falsas promesas de prosperidad de los barrios periféricos en las primeras décadas de la democracia, tal como ha insistido en distintos lugares el autor, sino de algo más hondo y universal: ese material emocional denso en cuyo lomo el tiempo escribe con plomo la crónica irreversible del pasado.
Narrada en primera persona y con ciertos ecos formales del clásico de Georges Perec, La vida instrucciones de uso, (alguien diría que de 13, Rue del Percebe) la composición de La última vez que fue ayer es en realidad polifónica (de acuerdo con ciertos patrones de la composición magistralmente ensayada por Cela en La colmena) y en un sentido muy lúcido, animista, de acuerdo con la comprensión de que tanto los útiles de uso cotidiano como cualquier elemento del mundo social están dotados de movimiento, vida, alma o consciencia propia….