Librería destacada

LA CASA DE ANTÍGONA

CRÓNICA SOBRE UNA LIBRERÍA Y DOS LIBREROS PALINÚRICOS

Por Eduardo Ruiz Sosa

Y luché contra el mar toda la noche

desde Homero hasta Joseph Conrad

Gilberto Owen, Perseo vencido

  

Hay lugares dimensionados por muros, ventanas, corredores. Hay casas que se derrumban eternamente y otras cuyas habitaciones son ocupadas por presencias totalitarias que van expulsando, confinando, a sus habitantes. Ciudades enteras cuya existencia es posible solamente para albergar a determinados habitantes, y habitantes, a su vez, que hacen posibles, necesarias, algunas ciudades.

Hay búsquedas que construyen geografías enteras, regiones que aparecen bajo los pasos de caminantes, viajeros, migrantes, personas que buscan.

El rastro de Antígona es así: su peregrinar funda la posibilidad de una ruta.

Antígona, hija de Yocasta y Edipo, hermana de Ismene, Eteocles y Polinices.

Empieza acompañando al padre ciego, regresa para acompañar al hermano muerto.

Hay lugares que son búsquedas eternas.

La librería Antígona, en Zaragoza, es así.

La primera vez me encontré con un mar. Un oleaje de libros. Julia y Pepito dejan libres a las bestias con las que conviven: en las búsquedas no hay orden, hay anarquía, una forma de la libertad enloquecida, como si en el centro de aquel huracán, en su ojo tranquilo, todos los tiempos y todos los lugares fueran posibles.

Antígona es símbolo de la rebeldía, de la resistencia. Lo es el personaje mítico, el de la tragedia que escribió Sófocles, las Antígonas de Steiner, la de Espriu, censurada, la de Brecht, Marechal, Žižek, o la de Volker Lösch, encerrada en una cárcel de la dictadura Uruguaya y la Antígona González, de Sara Uribe, que busca en los desiertos de México los huesos y el sepulcro de su hermano desaparecido. Es también una rebeldía nuestra Antígona de Zaragoza, en la calle Pedro Cerbuna, que desafía las leyes del mercado, las de la efervescente y efímera novedad, y tal vez dos o tres leyes de la física, dada la capacidad de superposición de algunos ejemplares, el entrelazamiento de un libro de, por ejemplo, Ana Gorría, con otro de, quizás, Vicente Valero, las torres librescas de increíble arquitectura, los estantes ocultos tras la sombra o la luz, las múltiples dimensiones que no explica ni el sueño más teórico de Edward Witten.

Aquí el tiempo y el espacio se miden de forma diferente. Podemos ver la selva, en la memoria del tigre o del Gran Khan, desde Marco Polo hasta Kipling; las ciudades, visibles o invisibles, desde Victor Hugo hasta Calvino; el crimen, desde el ojo y el diente de Hammurabi hasta los cementerios de Bolaño; los ríos, siempre diferentes, desde Heráclito hasta Claudio Magris, y el mar, como escribió Gilberto Owen, ahí podemos luchar contra el mar, desde Homero hasta Joseph Conrad. Todo está en Antígona.

Hay un mostrador, un pequeño espacio detrás de una máquina registradora, desde donde, muchas veces, Julia o Pepito cuidan en la distancia el andar de los lectores. En Antígona los lectores somos, también, exploradores. Sin embargo, en ocasiones, uno entra en aquel misterio y no ve a nadie: no hay, a la vista, persona alguna, y de pronto, como si hubieran salido de entre las páginas de un libro de Santayana o de Clarice Lispector, aparecen ellos, como el loco del tango de Piazzola y Ferrer, con un libro en cada mano, agitando un corazón que se reparte en muchos cuerpos. En nuestros cuerpos.

La segunda vez que entré en Antígona, ya tuve esa sensación de volver a un refugio, una casa, una familia sin jerarquías: en la primera visita presentí una intención, de mi parte, de reconocer en Pepito y Julia a los pilotos de una nave, una pareja de Palinuros; la segunda vez, en cambio, cuando pedí alimento, es decir, cuando pedí libros, a las voces de los libreros se sumaban las de otros lectores, y si bien es verdad que Julia y Pepito son los habitantes más antiguos de la casa, sus fundadores, también es cierto que ahí todos nos convertimos en tripulación, reencontrados viajeros en una isla sin orillas.

Yo crecí en una ciudad sin librerías. Y la única biblioteca que tuvimos, con el nombre del poeta que escribió, justamente, el libro que da epígrafe a este texto, Gilberto Owen, nos fue arrebatada por la burocracia y los sueños de grandeza. Así, ser lector es un acto de insumisión, se acostumbra uno al contrabando y a la idea de que nada es posible poseer porque ni siquiera los libros que hemos leído son nuestros. Por eso me gusta tanto Antígona, por su sueño desafiante y su generosa naturaleza, como otras librerías que rabian y muerden igualmente: el LibreRío de Cecilia y Miguel, en Sabadell, con sus Cuentos perturbadores y su voz radiofónica; o la librería El Día, en Tijuana, que conocí gracias al poeta Jorge Ortega, y que fue fundada en los años sesentas por Alfonso López Camacho, republicano exiliado, oriundo de Almería y emigrado después a Barcelona, desde donde partió para aventurarse en la esquina noroeste de México.

Borges escribió que quien se aleja de su casa ya ha vuelto.

Uno no lo sabe, pero cuando entra por primera vez en Antígona, esa otra casa, ya ha vuelto. Y volver, como irse, es la rebeldía de todas las Antígonas.

 

 

 

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